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Una lápida fuera de talla


En la glorieta de Quevedo, a la derecha del satírico poeta, hay –en el primer piso de un edificio ocre con portalón en sus bajos– una curiosa lápida por forma y tamaño. Es el homenaje de Madrid al genial escultor Mateo Inurria, al que muchos conocerán por la calle homónima pero pocos por ser el creador de las estatuas de Rosales, de Lope de Vega o del conjunto ‘La Marina’ del monumento a Alfonso XII, en el Retiro.

Cordobés, de familia de origen vasco, Mateo Inurria Lainosa mamó el ambiente artístico desde la cuna. Escultor, en contra de la voluntad de sus padres, destacó también como restaurador, decorador y maestro de escultores. Los últimos años de su vida los paso en Madrid, en su casa-taller del número 5 de la glorieta de Quevedo, donde falleció en 1924. Y en ese momento comenzó el dilatado periplo para su pétreo homenaje.

Porque pocos días después de su fallecimiento, el ayuntamiento de Córdoba acordó solicitar al de Madrid la colocación de una lápida conmemorativa en aquella casa. Petición a la que Madrid contestó casi un año después con un acuerdo municipal que disponía la colocación de la solicitada lápida.

Como años –varios– más tarde, no había lápida y nadie sabía –ni siquiera recordaba– los pormenores del citado acuerdo, en sesión ordinaria del Ayuntamiento se lee una nueva proposición, apoyada por “conocidos artistas y escritores en pro”, para que se coloque el mármol. Aceptada, pasa a la Comisión correspondiente. Y vuelta a empezar. Unos días después –y ya estamos en 1932– se aprueba un crédito de 3.000 pesetas para un “concurso entre escultores nacionales” para la confección de lápida, al que se presentaron tres aspirantes, Pedro Torre-Isunza, Martínez Repullés y Cayetano Mejías.

En el noveno aniversario de la muerte del escultor, Torre-Isunza –vencedor del concurso y discípulo de Inurria– presentaba la lápida ya acabada, lo que no evitó escaramuzas dialécticas en el Ayuntamiento por “la poca diligencia en la entrega del trabajo”. Para el décimo aniversario –1934– "dificultades inesperadas" obligaban a "un nuevo aplazamiento en el descubrimiento de la lápida".

Con toda la pompa y parafernalia oficial –incluido alcalde en funciones, banda de música y guardia municipal de gala a caballo– por fin, un jueves, 21 de febrero de 1935, se inauguraba la lápida. En piedra caliza blanca, con un busto del escultor y una matrona que se apoya sobre el ‘Torso del Belvedere’ simbolizando la Escultura, una leyenda entreverada reza “El pueblo de Madrid a Mateo Inurria”.

Pero, sorpresa, porque la lápida, con una inhabitual forma del rectángulo incompleto por un quiebro en su parte superior, era excesivamente ancha para el hueco destinado entre las jambas del balcón.

Nunca quedó claro si el desajuste fue un guiño al estilo Decó, de moda en aquellos años, o un simple error de medida, pero tiene delito que, tras once años esperando, el homenaje se fuera de talla.

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