Búhos de cine
La parte alta de la calle de Fuencarral fue distinguida –al igual que la Gran Vía– por ser, durante muchos años, zona de muchedumbre cinéfila y familia los festivos y fines de semana. Pero a diferencia de aquella, nunca se distinguió ni por sus fachadas ni por la población mitológica en sus azoteas. La única isla en aquel desierto arquitectónico fue el Cinema Bilbao, en el que ahora posan dos búhos.
Construido según un proyecto de José de Azpiroz y Azpiroz, destacado arquitecto de la llamada 'Generación del 25', se inauguró –con el nombre Cinema Bilbao– el 13 de diciembre de 1926, con la proyección de la película El peregrino de Charlot.
Publicitado como el cine “más confortable, el más alegre y el más barato de Madrid”, el local contaba con 1.400 localidades, entre el patio de butacas, entresuelo, general y los cinco pisos de palcos, algunos desde los que no veías la pantalla salvo riesgo de fractura cervical. Todo esto dentro de un elegante edificio de líneas verticales y ecléctica decoración en la fachada que debía haber incluido dos enormes búhos sobre los pináculos en el inicio del torreón. Pero las dos aves no acabaron de posarse, tal vez porque entonces se les consideraba más para decoración funeraria que lúdica.
Desde su inauguración, los éxitos de público y taquilla se sucedieron con las mejores
producciones –durante la Guerra Civil fue de los pocos que ofrecía cine comercial y no propagandístico– y sus bajos precios. Tras algunas reformas –se suprimen tres pisos de palcos ‘desnucadores’– y muchos más carteles de “no hay entradas”, un miércoles de 1993, Día del Espectador, la marquesina del local se desplomó. Apenas un minuto y 20 metros evitaron que me encontrara entre las personas que hacían cola en la taquilla en el fatídico momento. El siniestro, que causó seis muertos y numerosos heridos, obligó al cierre temporal del cine.
Tras el terrible suceso, la empresa propietaria del inmueble lo reformó drásticamente y cambió de nombre –cines Bristol pasó a llamarse– tal vez para alejar de la memoria el accidente. Poco después lo sustituyó un supermercado y a éste, ahora, una tienda de moda.
Pero en algún momento, ignoto para mí, dos enormes búhos reales pusieron sus posaderos en las acróteras superiores. Dos pisos por encima de donde los pensó inicialmente Azpiroz, los dos ‘bubo bubo’ –que ese es su nombre científico– exhiben su pétreo plumaje y disfrutan de espectaculares puestas de sol con la Casa de Campo al fondo.
O sufren, viendo cómo desaparecen una tras otra las salas que en su día atrajeron a cientos de miles de espectadores para disfrutar de la magia del cine.