El rey casi desaparecido
Paseante que callejeas por Madrid y conoces todas esas esculturas de reyes, reinas, santos, pintores, vírgenes, políticos, músicos o poetas que tachonan la ciudad, nunca te ha sorprendido que no haya ninguna de ese rey que usaba paletot y “se las ponían” como a el mismo.
Para encontrar en las calles de Madrid una representación de Fernando VII –seguro que tú ya sabías de quien hablaba– hay que alzar mucho la vista hasta el maravilloso friso del frontón de la puerta de Velázquez del Museo de El Prado. Allí podrás encontrar la única estatua –que se queda en un medio relieve– del rey de las tres efes –feo, fofo y felón–, el menos apreciado de la historia de España.
“Fernando VII recibiendo los tributos de Minerva y las Bellas Artes” –que ese es título del friso según el Museo– es un extraordinario relieve diseñado e iniciado, en 1830, por el escultor de cámara Ramón Barba. En él, el rey, sentado, preside la escena con el traje de gala de la Orden de Carlos III: collar con la gran cruz, manto bordado y esclavina de seda. Completan el modelo una amplia gola y puñetas a juego, sombrero de copa y ala corta –aliñado con tres plumas–, y medias y zapatos con lazo. A sus lados las Ciencias y las Artes –representadas por la Pintura, la Arquitectura, Clío, Urania, Minerva, Mercurio, Neptuno…– se presentan ante él, en compañía de varios pequeños putti y un león de ojos alucinados, a rendirle pleitesía por su apoyo.
Mientras lo terminaban –y no sería por falta de piedra blanca de Colmenar, que hay a toneladas– llegó la jura como princesa heredera de la futura Isabel II. Para tapar el frontón vacío, le encargaron al pintor Francisco Martínez Salamanca algo que diera el pego. El artista se lució con un gran trampantojo de un relieve, en grisalla sobre dos gigantescos lienzos, representando a “España honrando a las Bellas Artes”, muy similar al friso pendiente, pero sustituyendo a Fernando VII por la Monarquía.
Por fin, en 1842, José Tomás y Genevés, también escultor de cámara como Barba, concluyó la colocación del relieve en la fachada, pero ni su autor ni el homenajeado pudieron disfrutarlo, ambos fallecidos años antes.
Ahora, ahí sigue para recordar a quien lo descubra que si de él no hay más estatuas tal vez sea por alguna de las tres efes o por las tres juntas.
Antes de continuar tu camino, paseante busca el retrato de una mujer, de incipiente papada y grandes rizos, en una cartela sujetada por la Pintura. Ahí, frente al rey, que parece que la mira y señala con la bengala de mano. Es María Isabel de Braganza, la joven soberana –que apenas reinó un suspiro– a la que realmente debemos que este edificio albergue una de las mejores pinacotecas del Mundo.