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Una fama testicular sin inauguración


El caballo de Espartero

La escultura ecuestre –esas de un hombre montando un caballo– es uno de los clásicos de la imaginería monumental, y Madrid, que en la cosa de la estatuaria hay pocos que la ganen, es excelente prueba.

La cuadra madrileña cuenta con 16 estatuas ecuestres, todas con caballo porque las yeguas parece que no tiene predicamento entre el gremio escultor. Amén de cuadrigas de remate, santiagos matamoros, relieves mitológicos y bajorrelieves heráldicos, son cuatro reyes, una reina, tres generales –que al cuarto lo descabalgaron una noche– tres libertadores hispanoamericanos, un pintor –Velázquez, aunque parezca raro–, un jinete andaluz, un Quijote y dos alegóricas –una con antorcha, que ya no tiene, y otra por la Hispanidad– en la Universitaria.

Pero de todas, hay una que pequeños y grandes conocen, han citado u oído hablar de ella y no por su excelente factura artística si no por el volumen escrotal de su cabalgadura. “Tiene más cojones que el caballo del Espartero”, “le echa más huevos que el caballo del Espartero” o “tienen unas pelotas como el caballo del Espartero” –por citar unas pocas, no se me moleste alguien por el procaz lenguaje– son algunas de las muletillas para referenciar el súmmum de la valentía y el coraje.

El Espartero al que todos se refieren no es otro que el manchego Joaquín Baldomero Fernández-Espartero y Álvarez de Toro, tal vez, el más insigne militar español del siglo XIX. Virrey de Navarra, Conde de Luchana –por la batalla del puente homónimo–, Vizconde de Banderas, Duque de la Victoria –por su triunfo en la Primera Guerra Carlista–, Duque de Morella y Príncipe de Vergara –además de Capitán General de los Reales Ejércitos, presidente del Consejo de Ministros y Regente del Reino– es el único militar español –con tratamiento de Alteza Real– que rechazó ser rey.

Tal era su buena reputación entre las clases políticas, que poco después de fallecer en Logroño, se creó una comisión para erigirle el monumento, sufragado por suscripción nacional, que “representase al insigne Príncipe de Vergara como pacificador de España”. Se encargó al escultor tarraconense Pablo Gibert, quien optó por un general Espartero en bronce –uniformado de gala, con charreteras, Toisón de Oro y otras condecoraciones varias– que sujeta las riendas de un brioso corcel que marcha al paso castellano, con la testuz gacha, y una volumetría testicular superior a la media.

Erecta, tras deliberaciones varias en el cruce de Alcalá con O’Donnell, se marcó su inauguración para el 31 de agosto de 1886 –como dicen ‘oficialmente’ libros y páginas web– “con toda solemnidad”. Pero llegada la fecha, se aplazó “para cuando se hallen de regreso en esta corte todos los ministros de la corona”. Y los ministros debían ser muy viajeros porque así se quedó la cosa hasta diciembre cuando ‘El Correo Militar’ relataba que “los que transitan estos días por la prolongación de la calle de Alcalá, se han visto agradablemente sorprendidos con el descubrimiento de la estatua ecuestre de Espartero. Nadie ha tenido conocimiento previo de la inauguración; sin duda la ha hecho el viento sin licencia de la comisión encargada del monumento…”

Y así, sin solemnidad, ni pompa, ni boato, ni música, ni ministros comenzó a forjarse la fama del volumen testicular del equino de Espartero que ha llegado hasta nuestros días. Aunque una fama no del todo merecida para quien conozca “El caballo Yarish” del hotel Yar en la ciudad rusa de Vorónezh. Al lado de éste, el patrio es sexualmente menos atractivo que el pony de la Barbie.

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