Tirso contra Mendizábal. O no tanto
Siempre me sorprende la polémica del cambio de calles, monumentos, placas o estatuas, porque aquí, en nuestra piel de toro, siempre hemos sido muy de desnudar un santo para vestir otro. Si tiramos de libros de Historia, podemos encontrar todo un catálogo de cambios y sustituciones. Revanchistas, necesarios, injustos, imprescindibles, caprichosos, iletrados... Entre estos últimos, para mí, está el trueque de las esculturas de Álvarez Mendizábal y Tirso de Molina.
La que hoy conocemos como plaza de Tirso de Molina no siempre ha llevado este nombre e, inicialmente, ni siquiera fue una plaza. Esta gran explanada cuasitriángular –portal al castizo Lavapiés– tiene un uso público relativamente reciente, sólo desde 1840. Anteriormente estuvo ocupada por el convento de Nuestra Señora de la Merced, de los Mercedarios Descalzos, hasta que llegó Juan Álvarez Mendizábal –“Desamorticeitor” que dicen los ciclopunteros de ‘El Punto sobre la Historia’– y dijo, “ésto para el Estado, que falta le hace”. Se explanó convento, iglesia, claustro, huerta… Y el progresista Salustiano Olózaga –a la sazón alcalde de Madrid– la bautizó, cómo no, “plaza del Progreso”.
Para enriquecerla, además de árboles, se eligió erigir una estatua –lógicamente– a Mendizábal. José Gragera se puso cinceles a la obra y esculpió –para después fundir en bronce en París– su mejor obra. Con más de tres metros de altura, un Mendizábal, de expresión resuelta y decidida y con la capa al viento, blandía en su diestra uno de sus decretos desamortizadores sobre casi cuatro metros de pedestal de piedra berroqueña
En 1939, tras la caída de Madrid en manos de un general sublevado decidieron que “progreso” sonaba a palabra poco conservadora y que Mendizábal era un anticlerical revolucionario liberal –y de origen judío, que se cambió el segundo apellido para despistar– que no merecía ni una mala cita. Y en plena canícula cambiaron el nombre de la plaza del Progreso por la de Tirso de Molina, seudónimo del escritor fray Gabriel Téllez Girón, quien durante el siglo XVII había residido en el convento origen de la plaza.
La estatua de Mendizábal fue apeada y troceada y –aunque hay quien cuenta que fue fundida y reutilizada en el monumento a Felipe III dañado con la llegada de la República– nunca más se supo de ella. Sobre su pedestal se erigió otra en honor del ya titular de la plaza. En piedra blanca de Murcia, talló Rafael Vela del Castillo al monje mercedario con hábito de la Orden “en humilde y reflexiva actitud”.
Este cambio de estatuas lo tacho de iletrado porque el artífice del trueque –que no debía ser voraz lector– subió al pedestal a un fray, Gabriel Téllez, pero también a Tirso de Molina quien “no brillaba por la austeridad de sus ideas” y fue “creador de don Juan, don Gil de las calzas verdes y otras figuras de nuestro teatro, no muy santas en general” como recordaba Julio Caro Baroja. Genio del teatro, pero de pluma poco ortodoxa para su época, pasó destierros –por sus sátiras contra nobleza y ministros– y sufrió reclusión –por escribir sus "profanas comedias" con "malos incentivos y ejemplos"– antes de residir en Madrid.
Hoy, aunque ciego y mudo por la erosión de los años, seguro que irónico sonríe con ojos vivarachos recordando a aquel que decidió cambiar a un liberal por un fraile que fue muchas cosas excepto conservador y al que casi seguro que nunca había leído.