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La indecente estatua (que nunca lo fue)


La indecente estatua (que nunca lo fue)

Aquí, decir “Bravo Murillo” es mentar a esa arteria de más de cuatro kilómetros –que comienza en la Glorieta de Quevedo y termina en Plaza de Castilla– de muy complicado tránsito en lo rodado y en lo peatonal

Pero pocos saben que también recuerda al hombre que posibilitó ese gesto tan sencillo de dar media vuelta a la llave de un grifo para beber o derrochar agua. Al estadista pacense –de Fregenal de la Sierra– Juan Bravo Murillo que además de traernos el agua del Lozoya, a través de aquellos primeros 70 kilómetros del Canal de Isabel II, nos dio la Ley de Pesas y Medidas, que estableció el sistema métrico decimal en el país.

Pero aquí iba a hablar de su estatua, esa que escandalizó a más de una mente mojigata. Y que tal vez ésta heredó la escasa popularidad del representado, –lógico en un político discreto, honesto e inteligente–, tan poca que a los actos de inauguración de la traída de aguas se olvidaron de invitarle.

Fallecido Bravo Murillo en 1873, ya entre 1883 y 1901 se habían propuesto hasta cuatro monumentos-fuente, entre ellos uno en la plaza de “Alonso Martínez coronado por la estatua de Bravo Murillo” del que “se encargará al sr. Benlliure”. Un mes después se aprueba “que hagan los bocetos y proyectos” del monumento al “arquitecto sr. Urioste y al escultor sr. Trilles”, para unirse el reguero de estatuas que erigió el alcalde Alberto Aguilera para solemnizar la mayoría de edad de Alfonso XIII.

Pese a su relativa juventud, Miguel Ángel Trilles pergeña una obra en la que "su ejecución es por todo extremo notable, así como la del pedestal". Trilles viste al prócer de levita que era la prenda de vestir de los verdaderos señores de la época y le añade un rollo de papeles en la mano, tal vez alguno de sus muchos proyectos, acabado o fallido. En el frontal de la base, una bella matrona representando a la ciudad de Madrid y en los laterales, sendas alegorías en bronce que recuerdan dos de sus iniciativas como ministro de Fomento, el antedicho Canal de Isabel II y la promulgación de la Ley de Puertos Francos de Canarias.

Pese a varios aplazamientos “por causa del mal tiempo”, un jueves de junio de 1902, por fin, se pudo disfrutar de la excelente obra, tras el real maratón de descubrimientos de estatuas, en el que Alfonso XIII dejó al aire también las de Eloy Gonzalo, Argüelles, Lope de Vega, Quevedo y Goya.

A partir de ahí comienza el calvario, porque ya en 1917 piden que la estatua se traslade –tópico madrileño– y “en el lugar que ésta ocupa hoy, se construya un evacuatorio” (sic). Años después vuelven con el erre, para que el monumento “que tanto estorba en la glorieta de Bilbao, esté en la calle de Bravo Murillo”. Y por fin, en 1961, por “necesidades urbanísticas” –dar más espacio a los automóviles, hablando en plata– se desbarataron los bulevares, descabalgando de sus podios a Argüelles, los Héroes del 2 de Mayo, Bravo Murillo y Quevedo.

Dos años después se reinauguraba junto al segundo depósito del Canal, en la esquina de la calle con su nombre y la de, entonces, General Sanjurjo –hoy José Abascal–, pero el bello pedestal había sido sustituido por un geométrico e insulso plinto y dos cipreses le escoltaban para evitar la vista desde un ángulo en el que parecía que el ministro se había sacado el pene de la bragueta. Años después repondrían el pedestal original y, no ha mucho, desaparecieron esos dos árboles que bien podía haber plantado Il Braghettone.

Decía el célebre filósofo Francis Bacon que "la belleza está en los ojos que miran" y yo añado que

“la obscenidad está en la mente que imagina”. Porque hay que tener procaz imaginación para ver lo que veían donde sólo hay un dedo. El gordo, pero sólo dedo.

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